domingo, 21 de marzo de 2010

Tanatología(o "Cómo aceptar la propia muerte sin morir en el intento)

El posmodernista Barnes, multilaureado escritor británico, clasifica a la especie humana según las distintas actitudes mostradas ante la muerte:
En lo más alto del podio sitúa a aquellos que poseen una robusta fe religiosa y -como consecuencia lógica - no temen en absoluto a la muerte. En el segundo escalón se encontrarían los ateos convictos que, a pesar de la ausencia de esperanza en un hipotético paraíso, no experimentan ninguna inquietud ante la propia contingencia. Un peldaño más abajo lo ocuparían los individuos que ,incluso pertrechados en una sólida convicción religiosa, no pueden evitar el ancestral y recurrente miedo a la parca.
Por último, en la parte más baja de este tétrico escalafón, estarían aquellos que no poseen motivación religiosa alguna, pero que se sienten invadidos por un temor profundo, persistente y visceral ante el hecho irremediable de la definitiva desaparición.
Pues bien, inmerso en ese último pelotón de los torpes, entre esos pringaos que se quedan fuera del medallero, entre los jodidos especímenes descabalgados del podio, allí me encuentro yo.
Y digo jodidos porque es en este grupo donde más se acumula el trabajo ,ya que, incapaces de comprender ni sublimar la propia evanescencia, no nos queda más remedio que buscar sin descanso argumentos que hagan más llevadero el amargo cáliz que constituye la propia y fatal desaparición.
Y acto seguido–inevitable como la muerte misma- se plantea la pregunta evidente: ¿Dónde buscar?
La gente cartesiana, -como es el caso del que suscribe-, apelando al dudoso principio de autoridad, piensa que la gente intelectualmente preparada (que existe o ha existido) poseerá una argumentación sólida que permita asumir -o en su defecto hacer más llevadero –ese oscuro tránsito hacia la Nada.
Es decir, que – y resumiendo en un aforismo-, “cuando de la muerte se trata, nos volvemos librescos”.
Pero el resultado de la búsqueda es tan confuso y largo de explicar, que mejor os lo cuento otro día…

Sí, ya lo sé, no hace falta que insistáis, con estos temas tan divertidos soy la alegría de la huerta…

martes, 16 de marzo de 2010

El amor en los tiempos de la gata



Por extraño que parezca, mi relación con los animales no fue fruto de una decisión libremente adoptada sino una fatal jugarreta del destino.
Porque fue un inescrutable designio el que hizo que mi hija Helena -alocada adolescente, valga la redundancia- me pusiera entre la espada y la pared:

-“O la moto, o el gato”.

Y como cabe esperar de un padre responsable, y pensando en la cantidad de tiritas que me iba a ahorrar, opté sin dudar por la segunda opción. Una opción blanca y juguetona a la que su dueña bautizó como “Ari”, persa peluda cuyo nombre nunca supe si hacía alusión al personaje mitológico o a la cantante de hip-hop.
Pero “tempus fugit” ,y sin que yo me diera cuenta, niña y gata crecieron con rapidez y la primera –casi sin avisar- cambió el nido paterno por la universidad lejana.
Y así, desde ese instante, sin comerlo ni beberlo, mi tibia relación con el felino se transformó en cercanía rutinaria, en amistad cómplice, en afecto sincero. Y este bucólico entorno se sublimó hasta convertirnos en pareja de hecho.
Y como ocurre en cualquier pareja, hubo altibajos, peleas, discrepancias, mucho cariño, bastante tolerancia y un poco de resignación mutua.
Pero un buen día me maulló al oído:
-“Te voy abandonar por un persa precioso, que – entre otras virtudes-no está todo el día quejándose de que le dejo lleno de pelos el sofá”.
-“Y además es más guapo”- sentenció.
Sufrió mi ego por lo segundo, pero sintió un gran alivio por lo primero.
Y así, con una sensación agridulce, nuestra relación terminó para siempre.
Desde entonces me he prometido que jamás volveré a entregar mi afecto a alguien que no cotice a Hacienda o que no sea capaz de comentar conmigo las noticias del Telediario.

Nunca entenderé a los animales.

A los de dos patas, tampoco.

domingo, 14 de marzo de 2010

No me beses, que llevo chanclas

Estoy cabreado, frenético, lleno de furia, indignado, iracundo, rabioso…
Y lo que es peor, lo estoy conmigo mismo.
Y esto es así porque me estoy dando cuenta de que comienzo a adoptar como propia esa estúpida costumbre, tan de moda en la actualidad, que consiste en encasquetarle dos besos a cualquier desconocido o desconocida que te presenten.
Y no lo entiendo. Porque yo siempre fui de un solo beso. Y así me comportaba hasta hace bien poco con las personas que realmente quiero: A mis hijos solo les doy un beso, y si una mujer me gusta de veras, tan solo le doy un único y sentido beso (eso sí, de dos horas de duración, ver foto).


El otro día me presentaron al director de un banco y yo, ni corto ni perezoso, impelido por la rutina, le encasqueté dos sonoros besos en la mejilla. ¿Podéis creerme si os digo que desde entonces me mira con otros ojos?
Pero lo que yo quiero no es que me mire con dulzura, sino que me rebaje el importe de la hipoteca.

Una variante del mismo palo -que ahora se estila entre los hombres- es la del efusivo abrazo. Hay verdaderos especialistas. Sin ir más lejos, conozco a un representante de comercio que cada vez que me visita, me achucha como si yo fuera su osito de peluche. Es un gran tipo. Y cuando digo grande me refiero a que mide dos metros y pesa 150 kilos. Y al verlo entrar por la puerta no puedo evitar un incontrolable tembleque y comienzo a acordarme-no sé por qué- del pobre rey asturiano Favila (al que Dios tenga en su gloria).

Yo creo que esto de los besos debe ser un contagio geográfico con origen en la vecina Francia. Y es que los franceses siempre fueron muy besucones. ¿Os habéis fijado en el Tour de Francia? Al ciclista que gana la etapa, las azafatas le dan ¡4 besos!
¡Coño, eso no es una azafata, es un limpiaparabrisas!

En fin, estimados blogueros, que si algún día me veis por la calle, por favor, dadme un solo beso.

Bueno, podéis darme dos, el segundo no os lo tendré en cuenta.

domingo, 7 de marzo de 2010

Con frac y a lo loco

Dicen que las ovejas- bondadosas pero atolondradas- siempre vuelven al redil. ¿Ocurrirá lo mismo con los borregos?
Sea como sea, aquí estoy de nuevo para poner a prueba vuestra abnegada paciencia, vuestra virtuosa templanza, vuestra generosa comprensión de la que - inasequibles al desaliento cibernético- una y otra vez hacéis gala.
Aunque me temo que esta espectral aparición tan solo se trata de un leve paréntesis en la desenfrenada actividad profesional en la que me hallo inmerso.
Y es que precisamente, cuando buscaba para mi nuevo libro (ya sabéis, asuntos técnicos, nada interesante), la etimología de la palabra “fracaso”, me vino a la memoria aquella célebre anécdota atribuida a un político venezolano:

Cuentan que en la ceremonia con la que concluía su mandato , el susodicho presidente- que vestía un elegante frac diseñado en la misma ciudad- fue interpelado por un dirigente opositor que hacía referencia al putapénico estado en el que quedaba sumida la economía:
-¡Qué fracaso, Sr. Presidente!
El mandatario, ingenuo y pagado de sí mismo, pensó que su interlocutor se refería al magnífico frac que lucía -(“fracazo”)- y respondió:
-Sí señor, y además es de sastre venezolano.
El opositor se limitó a murmurar resignado:
-En efecto Sr. Presidente, es desastre venezolano.

En fin, estimados blogueros, que entre agobio y sobresalto, yo también me pregunto:
¿Cómo demonios van vestidos nuestros gobernantes?
¿De góticos o de visigóticos?

No lo sé, pero me pongo en lo peor…