Esta mañana -reflexivo y cabreado, como corresponde a esta jornada de “reflexión-indignación”- estaba yo arrellanado en mi sillón favorito escudriñando el periódico local.
Cuando la señora Tordon entró por la puerta, hallándome yo imbuido en el ardor de los últimos coletazos de la campaña , no pude por menos que espetarle a quemarropa:
-Oye, cariño, perdona la indiscreción, pero me ha surgido una duda tonta: ¿A quién vas a votar mañana?
Ella- no sé si porque le dio pena contemplar mi angustia a pie de urna, o porque acababa de llegar de su sesión semanal de meditación Zen- me respondió con dulzura:
-No te preocupes, querido Tordon. Votaré al que tú consideres correcto.
Y añadió con mayor ternura si cabe:
- Ya ves, te regalo mi voto con la única condición de que me des un beso.
Cuando la señora Tordon entró por la puerta, hallándome yo imbuido en el ardor de los últimos coletazos de la campaña , no pude por menos que espetarle a quemarropa:
-Oye, cariño, perdona la indiscreción, pero me ha surgido una duda tonta: ¿A quién vas a votar mañana?
Ella- no sé si porque le dio pena contemplar mi angustia a pie de urna, o porque acababa de llegar de su sesión semanal de meditación Zen- me respondió con dulzura:
-No te preocupes, querido Tordon. Votaré al que tú consideres correcto.
Y añadió con mayor ternura si cabe:
- Ya ves, te regalo mi voto con la única condición de que me des un beso.
Agradeciendo a la divinidad - y a los gurús orientales- ese inesperado regalo del cielo, me apresuré a sellar con un beso (de tornillo) tan provechoso negocio.
Aunque, ahora que lo pienso, tenía que haberle dado dos: Uno por las municipales y otro por las autonómicas.
¡Mecagüen…!